domingo, 28 de noviembre de 2010

Ciclovía: Nociones chalacas


Imagen: Internet

¡Callao! Ahí aprendí a montar bicicleta. Cuadra seis de la calle Zepita, a pocos metros de la plazuela de los Burros, frente a la bodega donde don Pío nos vendía arroces dulces inflados envueltos en cucuruchos de papel azul y también -cuando los ahorros lo permitían- una bolsa pequeña de papas fritas Chipy, auténtica exquisitez para mi ingenuo paladar de siete setiembres.

Era el setenta y uno, mismo año en que Ismael Miranda imponía "Abran paso" con la Larry Harlow Orquesta en el Cheetah de Nueva York, tema que figura tanto en el disco de vinilo como en el documental "Nuestra Cosa Latina", ambos producidos por Jerry Masucci.

Y "abran paso" era lo que cantaba yo al tratar de domar la bicicleta de mi prima Chechi, ida y vuelta por la cuadra seis de la calle Zepita. Igualito que Cristóbal Colón medio milenio antes, tenía prohibido dar la vuelta a la manzana. En la versión de mi madre, innombrables desgracias acechaban tal recorrido, el que sin embargo realicé, en estricto secreto y sin descubrir nada nuevo para la corona de España.

¡Callao! Además de montar bicicleta y del arroz inflado, en la primera y última provincia constitucional del Perú aprendí a saborear otras cosas: la salsa de los setentas, los boleros aguardientosos del ciego Feliciano, las radiolas puestas a todo volumen y las penas de amor. Por lo menos la pena primera, causada por una quinceañera amable y en el recuerdo bellísima, llamada Roxana.

Ella vivía en la cuadra siete y tenía la maravillosa mala costumbre de llamarme "su novio", cosa que yo, enamoradísimo e ingenuo hasta la tontería, me creí. Ajeno a los impulsos lascivos que impondría la testosterona años más tarde, sólo puedo describir lo que me inspiraba como "amor puro", tanto, que se consumaba apenas con estar sentadito cerca de ella, con escucharla conversar con sus amigas -mis primas-, verla sonreír y, por supuesto, llamarme su novio, una y otra vez, ahí, delante de todo el mundo. ¡Muéranse de envidia, mortales!

¡Callao! Mis escasas matemáticas me hacían intuir apenas que nuestro amor era imposible. Pedaleando absorto de aquí para allá por la plazuela de los Burros (recién caigo en la cuenta de lo acertado de su nombre), hacía cálculos como loco. "Cuando yo tenga diez ella tendrá dieciocho, cuando yo tenga quince ella veintiiii..." y por poco me atropella un camión de la cervecera Pilsen.

Mil veces repasé nuestras edades y concluí que al cumplir yo diecisiete y ella veinticuatro sería un excelente momento para casarnos y formar un hogar. Mis matemáticas y mis neuronas no daban para más. ¡Pero faltaba tanto para tener diecisiete! ¿Me esperaría tanto tiempo? Afortunadamente no fue necesario que me dijera que no.

A los pocos meses nos mudamos a Lima y la bella Roxana desapareció de mis calles y de mis plazuelas. Sólo la veo en el recuerdo, donde su piel canela, su cara redonda y su pelo lacio y largo, peinado raya en medio hacia atrás, con colita, se ha vuelto el molde donde a menudo pongo a cocer mis ilusiones de amor. Sabrá comprender el lector que aunque haya nacido en otro puerto grande -Chimbote-, tengo importantes motivos para sentirme chalaco de corazón. ¡Chimpúm..!

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Pablo Vásquez para Sophimanía

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