Antes de las baterías de ión litio y las luces con leds de neón, las bicicletas usaban focos de 12 voltios alimentados por dínamos que giraban al contacto con las llantas. Mientras más rápido y fuerte pedalearas, más intenso y uniforme era tu rayo de luz. Perfecta analogía de su ímpetu sobre la silla, el ciclista y su faro brillaban y se agotaban en exacta proporción. Hoy eso se ha perdido.
Felizmente hay otra luz que continúa amarrada a la bicicleta: la palabra. A despecho de la vieja Olympia que robé sin malicia del desván de mi primer trabajo, mi bicicleta es una mejor máquina de escribir. Sobre ella las palabras brotan al compás simple y tenso de las piernas, no por el juego pretencioso de los dedos. Es una ventaja, si por ella se entiende la intención de huir de los accesorio para quedarse con lo básico.
Si bien al comienzo el pedaleo, frenéticamente infantil, invoca fuerza, desafío, euforia y sueños de grandeza, poco a poco la cuesta lo va depurando, madurando, desnudando, hasta quedarse en un honesto e íntimo dolor, dolor en los muslos, dolor en los dedos entumecidos sobre el manillar, en algunos recuerdos que se resisten en terminar de pasar.
El pedaleo llena de palabras cuadras enteras. Los baches a veces son puntos y otros son comas. Las avenidas son párrafos. Las manzanas reflexiones circulares. Los distritos capítulos, los paseos libros etéreos que jamás llegaré a traducir al castellano, textos que se esfuman una vez que la bicicleta se detiene para dejar pasar un carro o un microbus.
Más allá de eso, poco. Las palabras del ciclista, como su luz, son apenas un haz en una gran oscuridad. Alumbran lo que pueden, lo que se necesita para no caer. Y a veces ni eso. Ondas y a la vez corpúsculos, no son lo que alumbran sino el eco de lo que las hace rebotar, una playa inhóspita donde, muy rara vez, se ve pasar a Rex, el trasatlántico feliz que Fellini soñó en Amarcord.
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Pablo Vásquez para Sophimanía
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