domingo, 1 de noviembre de 2009

Ciclovía: Llevar (a propósito de la capital mundial de la bicicleta)

Newman y Ross en un clásico del cine moderno. Foto: 20th Century Fox

La zafra tecnológica ha eliminado la caña de mi bicicleta. O mejor dicho, la caña de mi bicicleta ha mutado hacia una forma que ya no es propicia para llevar a nadie. Y la parrilla posterior, que apenas tiene un punto de apoyo, advierte con un símbolo gráfico que se prohíben los potos.

Como ya es una tradición y tendencia universal, la innovación tecnológica favorece el goce individual y sólo el goce individual. Compartir, en la ideología de los nuevos ingenieros y diseñadores, es un sobrecosto, algo que se sale del presupuesto, de las modas del mercado, algo contra lo que hay que poner símbolos gráficos y advertencias.

Es por eso que a veces envidio las viejas bicicletas que suelen usar los jardineros, versión bípeda del inmortal escarabajo Volkswagen. Los domingos no es raro ver a parejas de enamorados paseando en ellas por el malecón de Miraflores o uno que otro parque aledaño.

El caballero en el sillín, al timón y pedaleando con la espalda bien derechita. La damisela, cual amazona decimonónica, sentada de costado sobre la caña, entre los brazos de su amado, chic to chic.

La ruta nunca está libre de "peligros". Foto: 20th Century Fox

Parecerá que peco de ridículo y de machista, pero es una imagen que me encanta, completamente contraria a la que dan las parejas que van en moto, donde la referencia al coito, a mi entender, es unísona y automática.

Me explico: en los enamorados que comparten la bicicleta sobrevive la atmósfera suave y gentil del galanteo, del cortejo, del romanticismo. En tales paseos se puede secretear, coquetear y hasta darse un besito, opciones todas negadas para los que prefieren las motos, que siempre me dan la impresión de estar corriendo al motel más cercano.

Los bendigo y los felicito, pero mi ruta pretende ser otra: aquella cuyo ideal aparece esbozado en Butch Cassidy & the Sundace Kid, cuando Paul Newman pasea con Katharine Ross por una amable campiña, envueltos por la música dulzona de Burt Bacharach.

Pero como ya es bien sabido: entre la pretensión y la realidad hay un larguísimo trecho, y la mejor compañía que me permite mi bicicleta ultramoderna es la del iPod, ¡otra oda al goce individual!

Con todo, ahí puedo meter mi música favorita. No me quejo demasiado pues algunas veces, cuando la canción y el paisaje confabulan, resulta conmovedor. Pero es una convivencia que guardo para los paseos dominicales. De lunes a viernes el iPod suele ser mala comparsa, sobre todo al momento de lidiar con el tránsito de las avenidas, donde al ojo avizor hay que sumar la oreja, el olfato, el tacto, la espalda, el talón y el empeine.

Pero aunque todo el mundo moderno se confabule en su contra, llevar a alguien, compartir la ruta, no deja de ser una esperanza pertinaz en el corazón del ciclista solitario.

Mi parrilla será endeble y jamás sufriré el riesgo de ser confundido con Paul Newman, pero siempre creeré en la posibilidad de acomodar a Katharine Ross en la caña y al mismo tiempo conseguir escapar del Sundace kid o de la señora Robinson. Total, recuerde el lector que los ciclistas no somos una especie que se caracterice por tener los pies sobre la Tierra.

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Pablo Vásquez para Sophimanía

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