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El alma existe. Es lo que te rompes cuando te caes de la bicicleta. El dolor del cuerpo redime -apenas- la culpa de una caída ridícula. Y todas los son.
La lengua y la religión, con la inflexible autoridad de sus historias milenarias, establecieron claramente la relación entre alma, caer, culpa y dolor.
Gracias a dios, la invención de la bicicleta nos ha liberado de ese círculo vicioso. Hoy, expresiones como "golpearse de alma", "caer y levantarse", "culpa y dolor" pueden aplicarse, indistintamente, a elucubraciones teológicas o ciclísticas.
Afición física y metafísica, la bicicleta disuelve, por fin, la simplona dualidad "alma-cuerpo" reintegrándonos a la naturaleza primitiva y unitaria que nos parió. Sobre el sillín, un sólo lenguaje nos basta para comprender el mundo y un sólo ejercicio -doloroso y placentero- nos ocupa las entrañas. La vida sigue sin tener sentido, pero importa un rábano.
Por supuesto, tanto placer tiene su precio. La cuenta se presenta sorpresivamente y se cancela en incómodas caídas eventuales. Los ciclistas viejos hemos llegado a entender que pagar esa cuenta, como pecar, es parte del camino. Lo es también ser atropellado, quedarse sin frenos o que se te baje una llanta. La cosa no es evitarlo sino sobrevivirlo.
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Los ciclistas novatos en cambio, confunden habilidad con sabiduría. Piensan, en su ingenuidad, que nunca probarán el asfalto. Al salir airosos de sus primeras piruetas concluyen: sólo se caen los idiotas. Y es verdad. El problema está en que todos somos, tarde o temprano, idiotas.
Por eso la primera caída es tan importante. No cuenta lo leve que pueda ser, queda grabada en nuestra cabeza (amen del chichón) como un símbolo que marca el inicio de una nueva etapa. Igual que Adán y Eva, el ciclista y su bicicleta son expulsados (de golpe) del reino de la inocencia.
Sucede en un segundo, pero da tiempo para tener extensos pensamientos: "Me está pasando a mí, me estoy cayendo...", "voy a llegar tarde", "allá van mis anteojos", "¿qué están mirando?". No se ve toda la vida pasar ante nuestros ojos. Apenas dos o tres años. El resto son los golpes, la rabia, la culpa. El propósito de enmienda y, de corazón, el dolor.
La destreza, cómo no, nos llega a librar de buenos porrazos. Pero es insuficiente. En ocasiones, sin explicación alguna, aquella curva que tomamos cuatro veces al día se nos enreda en la llanta y perdemos el equilibrio.
Uno aprende a caer con naturalidad, por supuesto. Hasta se consigue fingir cierta dignidad displicente. La bronca va por dentro.
Con los años, la posibilidad de caer nos hace disfrutar mejor la travesía. Lejos de disuadirnos, nos invita a maniobras más arriesgadas, sólo por el placer morboso de presentirla. Como el mito del infierno, deja de asustarnos para convertirse en una tentación. Sobre todo después de que comenzamos a sospechar el insípido aburrimiento que debe existir en el cielo.
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Pablo Vásquez para Sophimanía
1 comentario:
¡Montar bici, qué rico!
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