Foto: Michael Mullday
Si un niño muere por una bala de plomo perdida en un enfrentamiento, no sería raro ver al presidente y su gabinete salir en pleno a exigir una rápida investigación y justicia para el menor y sus familiares. Pero si miles de niños sufren y mueren lentamente por el plomo que día a día se acumula en sus organismos por culpa de una minera negligente, entonces el gobierno puede asumir impunemente su desinterés y hacer como que el problema no existiera.
Y es que no hay peor ceguera que la que nace de la indiferencia del trato cotidiano. Y esa es la ceguera con la que el gobierno afronta el caso de La Oroya, ciudad cuya población muere bajo el plomo de una contaminación crónica y consuetudinaria.
Es sobre ese tema que Luis Eduardo Cisneros, director de comunicaciones de la Sociedad Peruana de Derecho Ambiental, reflexiona esta semana. Un tema que conoce muy bien, desde hace mucho. Cisneros escribe:
"Tenía 19 años la primera vez que conocí sobre la problemática de La Oroya. A finales del 99, recuerdo haber estado en la casa de mi hermana y haberle pedido la computadora para googlear el nombre de esta ciudad, y verificar si tanto horror era cierto. La búsqueda no arrojó muchos resultados. Dos de los videos que encontré mostraban trabajadores bastante sonrientes de Doe Run, cantando arpa en mano y al ritmo de las palmas del respetable en festejos de esta compañía."
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