martes, 3 de agosto de 2010

Conoce a los Hadza, la tribu ¿más moderna o más antigua? del mundo

Foto: Martin Schoeller / NatGeo

"Tengo hambre", anuncia Onwas junto a la hoguera. Es noche cerrada en el corazón de la selva de África oriental. Onwas menciona un árbol que encontró. Está en un lugar difícil, en lo alto de una colina empinada. Sin embargo, prosigue extendiendo los brazos cual ramas, el árbol está repleto de papiones. La información arranca murmullos. Están de acuerdo. Todos se levantan y toman sus arcos para cazar.

Aunque esbelto y musculoso, Onwas es tal vez sexagenario. Mide un metro y medio; en brazos y pecho lleva cicatrices de caza, de mordeduras de serpiente, de escorpiones, de espinas, de flechas, de cuchillos. Cicatrices de caídas de los baobabs; huellas de ataques de leopardos; apenas conserva la mitad de sus dientes. Calza sandalias con suela de neumático y lleva pantalones cortos raídos. De su cintura pende un cuchillo de caza enfundado en piel de dik-dik y se ha quitado la camisa para fundirse con la oscuridad.

Onwas me habla en hadza, lengua que, para mí, tiene un extraño sonido bipolar: por momentos cantarina y suave y luego discordante y percusiva, con chasquidos de lengua. Una lengua que no guarda relación con las hoy existentes: una lengua aislada.

He llegado a su hogar, en el norte de Tanzania, con una intérprete hadza llamada Mariamu. Es sobrina de Onwas. Asistió a la escuela durante 11 años y es una de un puñado de personas en todo el mundo que sabe hablar tanto inglés como hadza. Traduce la pregunta de Onwas: "¿Quiero acompañarlos?".

Foto: Martin Schoeller / NatGeo

No fue fácil llegar a ese campamento tradicional pues los hadza no miden el tiempo; desconocen los años, las horas, los días, las semanas y los meses. No tienen palabras para números superiores a tres o cuatro, de modo que organizar una cita puede resultar complicado.

Pero había contactado el propietario de un campamento turístico, para averiguar si era posible pasar algún tiempo con un grupo de hadzas. El propietario se topó con Onwas y le preguntó. Los hadza son un pueblo gregario, por lo que aceptó de buena gana diciendo que yo sería el primer extranjero que viviría en su campamento.

Prometió enviar a su hijo hasta un árbol específico a orillas de la selva para reunirse conmigo en la fecha programada, tres semanas más tarde. Onwas observó las fases lunares y, cuando le pareció que había transcurrido el tiempo necesario, ordenó al joven que fuera al árbol. Al encontrarme con el muchacho y preguntarle si tuvo que aguardar mucho, me respondió: "No, sólo unos días".

Resultó evidente que mi presencia incomodaba a la mayoría. No me quitaban la vista de encima y algunos reían nerviosamente. Llevaba conmigo un álbum fotográfico y, cuando lo hice circular, se disipó el malestar. Onwas manifestó gran interés en una foto de mi gato. "¿A qué sabe?", me preguntó. Pero fue otra la que les llamó la atención. Me habían retratado durante el chapuzón de osos polares de Año Nuevo, en el momento en que saltaba a un agujero abierto en un lago congelado. Los cazadores hadza pueden parecer temerarios; pero la idea del clima invernal lo horrorizó y echó a correr con la imagen diciendo a todos que yo era un hombre valiente, lo cual contribuyó en gran medida a mi aceptación.

Salimos a cazar. Caminar por territorio hadza en la oscuridad es un reto; el terreno está sembrado de arbustos y acacias espinosas e incluso de día es imposible evitar puntazos, arañazos y pinchazos. Un largo viaje por la selva hadza es como tatuarse el cuerpo poco a poco. Los hadza pasan buena parte del tiempo libre quitándose mutuamente las espinas con las puntas de sus cuchillos.

Foto: Martin Schoeller / NatGeo

Para caminar confiadamente en la selva, a oscuras y sin linterna, es necesario haber desarrollado la familiaridad que se tiene, por ejemplo, con el propio dormitorio. El problema es que este es de 2,500 kilómetros cuadrados, plagado de leones, leopardos y hienas que merodean entre las sombras.

Con todo, el trayecto no representa problema para Onwas, quien ha pasado toda su vida en la espesura. En escasos 30 segundos puede encender una fogata frotando ramas y dirigirse directamente a una colmena abundante. Sabe todo lo que hay que saber de la selva, pero casi nada de lo que hay fuera de ella. Cierta vez le mostré a Onwas un mapamundi. Le pregunté qué sabía de mi país, si conocía el nombre del presidente o de la ciudad capital. Respondió que no; ni siquiera conocía el nombre del dirigente de su nación.

Pregunté entonces si sabía algo de algún otro país. Hizo una breve pausa y de exclamó: “¡Londres!”. Pero no sabía exactamente qué era, sólo que se trataba de un lugar que no estaba en la selva.

Alrededor de mil individuos habitan el territorio hadza tradicional. No producen cultivos ni crían ganado, tampoco construyen viviendas permanentes; viven justo al sur de la sección del valle donde se han encontrado los fósiles de humanos primitivos más antiguos del mundo. De hecho, estudios genéticos sugieren que los hadza podrían representar una de las raíces primarias del árbol genealógico del hombre, posiblemente de más de cien mil años.

Todos los integrantes del género Homo vivieron como cazadores-recolectores durante más de 99% del tiempo desde su aparición, hace dos millones de años. Pero una vez que aprendieron a domesticar las plantas, hubo una reorganización total del orbe y, así, la producción de alimento marchó codo a codo con la creciente densidad poblacional, permitiendo que las sociedades agrícolas desplazaran o eliminaran a los cazadores-recolectores.

El estilo de vida del cazador-recolector se extinguió casi por completo. El surgimiento de la agricultura conllevó un alto precio: epidemias, estratificación social, hambrunas intermitentes y guerras en gran escala. Jared Diamond, escritor y profesor de UCLA, ha calificado a la agricultura como "el peor error en la historia de la humanidad"; un error del que, sugiere, jamás nos hemos recuperado.

Los hadza no son belicosos y nunca han experimentado una densidad poblacional que amenace con un brote infeccioso. Tampoco han padecido hambrunas. Incluso ahora, la dieta de los hadza aún es más estable y variada que la de la mayoría de los habitantes del mundo y disfrutan una extraordinaria cantidad de tiempo libre. Diversos antropólogos calculan que "trabajan" (es decir, buscan alimento activamente) de cuatro a seis horas al día y, a lo largo de todos esos miles de años, apenas han dejado una ligera impronta en el territorio.

Los hadza no tienen posesiones. Sus escasas pertenencias, como una cazuela, un recipiente para agua o un hacha, caben perfectamente en la manta que llevan colgada al hombro. Las mujeres hadza recolectan bayas, frutos de baobab y extraen tubérculos comestibles, mientras que los hombres buscan miel y se dedican a la cacería.

Comen casi cualquier cosa que puedan capturar, desde aves, ñus, cebras y búfalos hasta jabalíes verrugosos, jabalíes de río y damanes. Sin embargo, la carne de papión es considerada una exquisitez y, en broma, Onwas me dijo que ningún hadza puede casarse hasta que haya matado cinco papiones. La excepción principal en su dieta son las serpientes, a las que aborrecen.

Foto: Martin Schoeller / NatGeo

Los hombres untan en las puntas de sus flechas un veneno que preparan hirviendo la savia de la rosa del desierto, que puede derribar una jirafa.

Los grupos hadza son asociaciones informales de parientes, familiares políticos y amigos. Aunque cada campamento incluye algunos elementos nucleares, la mayoría puede ir y venir a placer. No reconocen un líder oficial y los campamentos suelen llevar el nombre del varón de más edad, aunque semejante honor no confiere poderes especiales. La autonomía individual es el sello distintivo y ningún adulto tiene autoridad sobre otro; no tienen ninguna riqueza y no celebran cumpleaños, ceremonias religiosas ni aniversarios.

La gente duerme cuando le place. Algunos permanecen despiertos casi toda la noche y dormitan de día, en las horas de calor. Los horarios de caza más importantes son el amanecer y el ocaso; por lo demás, los hombres suelen permanecer en el campamento enderezando astiles de flechas, tallando arcos, haciendo cuerdas con tendones de jirafas o impalas y clavando cabezas de flecha. Comercian con miel para adquirir clavos y las coloridas cuentas de plástico y vidrio que las mujeres transforman en collares. Y cuando un varón recibe uno como obsequio, el gesto se interpreta como señal de que tiene una admiradora.

No hay bodas. La pareja que duerma junto a una misma hoguera durante algún tiempo puede, a la larga, considerarse casada. La mayoría de los hadza que conocí, tanto hombres como mujeres, eran monógamos seriales que cambiaban de cónyuge cada pocos años. Había un grupo de niños en el campamento, supervisados por la abuela residente, una señora diminuta y jovial llamada Nsalu que dirigía una especie de guardería mientras los adultos se encontraban en la selva. Salvo por los lactantes, me resultó difícil determinar cuáles niños pertenecían a las distintas parejas.

Los roles de sexo están bien definidos, pero las mujeres no se encuentran sometidas a la subordinación. Muchas hadza que hallan pareja fuera del grupo regresan poco tiempo después, resueltas a no ser objeto de malos tratos. A menudo son las mujeres quienes precipitan el rompimiento de las relaciones: pobre del hombre que sea un cazador incompetente o trate a su mujer con dureza.

Onwas sabe de unos 20 grupos hadza que merodean su región intercambiando miembros continuamente, como en una gigantesca contradanza, y la mayor parte de los conflictos se resuelve, simplemente, enviando a los rivales a distintos campamentos. Cuando un cazador vuelve con una presa, debe compartirla con todos los miembros de su comunidad; por esa razón los grupos rara vez son de más de 30 personas, la mayor cantidad que puede saciarse con una o dos presas de buen tamaño.

Nadie duerme a solas en nuestro campamento. Onwas designó como mi acompañante a su hijo Ngaola, el mismo que nos esperó junto al árbol durante unos días y, a su vez, este pidió a su amigo Maduru que nos acompañara. Los tres dormíamos junto al fuego en disposición triangular, pies con cabeza.

Maduru asume la responsabilidad de protegerme durante la excursión nocturna. Nos detenemos al llegar. Hay un intercambio de ademanes con las manos y algunos chasquidos de lengua. No sé qué sucede, pues mi intérprete se ha quedado en el campamento dado que la cacería es una actividad exclusivamente masculina. Maduru me toca un hombro e indica que lo siga. La pendiente es casi vertical (debemos usar las manos para trepar) y los matorrales son tan densos como estropajos de alambre. Las púas hieren mis manos y rostro; un hilillo de sangre me resbala hasta el ojo.

¿Alguna vez has visto de cerca un papión? Tienen dientes diseñados para rasgar la carne y un macho adulto puede pesar más de 35 kilogramos. Pero allí vamos, avanzando cuesta arriba con la intención de provocarlos. Por supuesto, los hadza van armados con arcos y flechas; yo llevo una navaja de bolsillo.

Onwas. Foto: Martin Schoeller / NatGeo

Entonces escucho unos chillidos enloquecidos. Los papiones se han dado cuenta de que algo anda mal. Los papiones están rodeados y parecen presentirlo.

Los chillidos se intensifican y de repente, justo sobre nosotros, aparece un papión. Maduru se levanta, apunta y sigue los movimientos del animal de izquierda a derecha, con la flecha asegurada y tensando al máximo la cuerda del arco. Sujeto firmemente la navaja.

La razón principal de que los hadza hayan podido conservar su estilo de vida durante tanto tiempo es que el territorio que llaman hogar nunca ha sido un lugar acogedor. La tierra es salobre, escasea el agua dulce y los insectos son insoportables. Es como si nadie más hubiera querido establecerse allí en decenas de miles de años; por eso están solos.

Con todo, la reciente presión del incremento poblacional ha desatado una oleada de nuevos colonizadores y el hecho mismo de que sean un pueblo que cuida la tierra les ha perjudicado, pues los fuereños consideran que aquella vasta extensión está vacía y desaprovechada; un lugar que clama por desarrollo. Y los hadza, de naturaleza pacífica, casi siempre han optado por emigrar en vez de luchar. Pero ahora ya no tienen adónde ir.

Los pozos de agua se han contaminado con excremento vacuno, el ganado ha pisoteado la vegetación, los agricultores han desmontado la selva para sembrar y utilizan la escasa agua disponible para irrigar sus cultivos. Los animales de presa han emigrado a los parques nacionales donde los hadza no pueden seguirlos. Los sotos de bayas y los árboles que atraen a las abejas han sido destruidos. En el último siglo, los hadza han perdido la posesión exclusiva de hasta 90 % de su tierra.

Muchos desprecian a los hadza y los tratan con una mezcla de compasión y repulsión. En cierta ocasión vi que un datoga mantenía a raya a varias mujeres hadza que deseaban aproximarse a un pozo comunal, obligándolas a esperar a que sus vacas acabaran de abrevar.

La mayoría de los hadza han aprendido algo de swahili para comunicarse con otros grupos. El mismo Onwas presiente que se avecinan grandes cambios, pero eso no parece preocuparle. Como me ha dicho en varias ocasiones, no teme al futuro; nada le perturba. De hecho, ninguno de los hadza con los que tuve contacto mostraba tendencia a la preocupación. Y ese estado mental me sorprendió sobremanera pues esta etnia tiene muchas razones para inquietarse. Aun así, llevan una existencia asombrosamente arraigada en el presente.

Tanzania es una nación futurista y un bosquimano que caza papiones no es precisamente la imagen que los líderes del país desean proyectar. Un ministro ha descrito a los hadza como retrógrados, mientras que Jakaya Kikwete, presidente de Tanzania, ha declarado que los hadza “deben ser transformados” y, con tal fin, su gobierno insiste en darles escolaridad, viviendas y empleos convencionales.

Los niños del campamento de Onwas me dijeron que no tenían el menor interés en ir a sentarse en un salón de clases. Si asistían a la escuela, argumentaron, jamás aprenderían las destrezas indispensables para sobrevivir y se convertirían en marginados de su pueblo. Y si probaban suerte en el mundo moderno, ¿entonces qué? Las mujeres terminarían como sirvientas y los hombres, desempeñando algún trabajo de poca importancia. Por esa razón, insistieron, su libertad y poder alimentarse de la selva eran preferibles a una existencia de desamparo y hambre en la ciudad.

Foto: Martin Schoeller / NatGeo

Al cabo de dos millones de años, la era del cazador-recolector llega a su fin. Los hadza quizá se aferren a su lengua; tal vez muestren sus habilidades a los turistas, pero sólo es cuestión de tiempo para que desaparezcan los hadza tradicionales.

Sobre la colina hay unos momentos de silencio; luego escucho un gañido y el ruido de algo que cae. Me llega del lado más apartado de la roca y no sé si fue un humano o un papión. Son ambos. A trompicones y casi corriendo, nos abrimos paso entre los arbustos y llegamos a un claro en un soto de acacias.

Allí está: un papión tendido de espaldas, con el hocico abierto y las extremidades extendidas. Giga lo ha derribado. Onwas se arrodilla y saca la flecha del hombro del papión, devolviéndola a Giga. Los hombres forman un círculo alrededor del cuerpo para observar la presa. No hay ceremonia alguna. Parece que en sus vidas no hay lugar para el misticismo, los espíritus o para reflexionar en lo desconocido. No tienen una creencia específica en el más allá: todos los hadza con quienes hablé confesaron no tener la menor idea de lo que sucede después de la muerte. Entre ellos no hay sacerdotes, chamanes o médicos brujos. En una ocasión le pedí a Onwas que me hablara de Dios y su respuesta fue que Dios poseía una brillantez cegadora, en extremo poderosa y esencial para toda forma de vida. Dios, me dijo, era el sol.

La tradición hadza dicta que el cazador victorioso no debe alardear, pues el resultado de una cacería depende en buena medida de la suerte y aun los mejores arqueros pueden pasar por una larga racha de poca productividad. Por eso comparten la carne con la comunidad.

Mille, la esposa de Onwas, es la primera en despertar. Cuando ve el papión, mueve la barbilla en un sutil gesto de aprobación y atiza el fuego. Ngaola despelleja el papión estirando la piel con unas varas aguzadas; en pocos días se habrá secado y será una estupenda colchoneta para dormir. Un par de hombres descuartizan el animal y distribuyen los trozos de carne. Onwas, el anciano del campamento, recibe la porción más suculenta, la cabeza.

La carne se coloca directamente en el fuego. La hora de comer no es momento de cortesías. No hay espacios personales y, sin importar cuántas personas se encuentren en torno al fuego, siempre habrá lugar para alguien más, aunque deba sentarse en el regazo de otro. Una vez que una pieza de carne se ha terminado de cocinar, todos pueden arrebatar un pedazo. Los codazos y empellones son la regla. Usan rocas para romper los huesos y succionar la médula, y se frotan la grasa para humectar la piel. Nadie cruza palabra, pero el sonido de bocas que mastican y dientes que entrechocan resulta casi cómico.

Con el cráneo del papión en el fuego, Onwas empieza a relatar la historia de la cacería de jirafas, una de sus favoritas. Es un estupendo histrión. Mientras las mujeres cantan, los hombres cuentan historias alrededor de las fogatas en una especie de kabuki selvático.

Onwas estira el cuello y se desplaza a gatas para representar el papel de la jirafa. Salta, se agacha y hace como si disparara su arco mientras relata la aventura. Vuelan flechas, las fieras rugen. Los niños corren hacia nosotros y se quedan de pie, escuchando con atención; esta es su educación. La historia concluye con la jirafa muerta y, como gran final, un reclamo y su respuesta.

"¿Soy un hombre?", pregunta Onwas, alargando las manos hacia nosotros. "¡Sí! –responde el grupo–. Eres un hombre".

Foto: Martin Schoeller / NatGeo

Entonces Onwas mete las manos en el fuego y extrae el cráneo. Lo abre de un tajo y muestra los sesos que se han cocido. Parece una sopa de fideos. Tiende el cráneo hacia los hombres y todos nos abalanzamos para meter los dedos y sacar un puñado de sesos que sorbemos con avidez. Así concluye la velada.

Al parecer, la cacería del papión fue una especie de iniciación para mí: Nyudu corta una gruesa rama para tallar un arco que luego me obsequia. Otros hacen mis flechas, Onwas me regala una pipa y Nkulu se hace cargo de mis lecciones de tiro. A partir de entonces, voy a todas partes con mi arco, mis flechas y mi pipa (por no hablar de mi equipo purificador de agua, mi bloqueador solar, el repelente de insectos y la tela para limpiar mis gafas).

También me invitan a bañarme con ellos. Caminamos hasta una fosa somera y fangosa donde flotan excrementos de vaca, y nos quitamos la ropa. Nos frotamos con puñados de barro para exfoliar la piel y nos enjuagamos con agua. Ahora bien, aunque los hadza tienen un vocablo para el olor corporal, los hombres prefieren que sus mujeres no se bañen pues, afirman, cuanto más tiempo transcurra entre un baño y otro, más atractivas se vuelven.

Descubro también que las disputas conyugales son, muy posiblemente, un rasgo humano universal. "¿No es tu turno de ir por agua?", "¿Por qué tomas la siesta en vez de irte a cazar?", "¿Quieres explicarme por qué despellejaron tan mal el último animal que trajeron al campamento?" discute una pareja. Sus intercambios me dan la impresión de que esas mismas discusiones se han repetido durante miles de años en el mismo valle.

Envidio algunas cosas a los hadza, en especial su aparente libertad. Viven libres de posesiones, de obligaciones sociales, de restricciones religiosas, de muchas responsabilidades familiares. No deben someterse a horarios, empleos, jefes, facturas, tráfico, leyes, noticias y dinero. Viven libres de preocupaciones, libres para eructar y ventosear sin tener que disculparse, para agarrar comida, fumar y correr sin camisa entre las zarzas.

Pero nunca podría vivir como ellos. Para mí, su existencia es una excursión increíblemente peligrosa. Carentes de ayuda médica inmediata, una mala caída de un árbol, la mordedura de una mamba negra o el ataque de un león y se acabó. Las mujeres se acuclillan en la selva para dar a luz; la quinta parte de sus recién nacidos muere durante el primer año y casi la mitad de todos los niños no llega a los 15. Tienen que resistir un calor extremo, padecer frecuentemente de sed y soportar el incesante ataque de moscas tse-tsé y mosquitos portadores de malaria.

Y a pesar de todo, los días que compartí con ellos cambiaron mi percepción del mundo, infundiéndome algo que podría llamar el "efecto hadza"; me volvieron más apacible, más consciente del momento presente, más autosuficiente, valeroso y menos dispuesto a vivir con prisas. Confieso que el tiempo vivido como hadza me hizo más feliz.

Mi cuerpo fue lo que me indicó que había llegado la hora de salir de la selva. Había sufrido mordeduras, golpes, insolaciones, malestares gástricos y estaba exhausto. Por ello, luego de dos semanas, anuncié a todos que tenía que partir.

La reacción fue mínima, pues los hadza no son sentimentales ni acostumbran prolongadas despedidas. Ni siquiera la muerte es capaz de causar un alboroto. Se limitan a cavar un agujero y depositan el cuerpo en él. No hay quien haga una tumba convencional u organice un funeral. Sólo arrojan un puñado de varas secas en el hoyo y siguen su camino.

Escrito por Michael Finkel para National Geographic. Resumen de Sophimanía

2 comentarios:

Steve dijo...

Que chevere el articulo. Muy bueno gracias!

Saludos

J. C. dijo...

Felicitaciones. Excelente artículo

Ojala se pudiese garantizar de alguna manera la subsistencia de estos grupos humanos, sin intervenir en su vida diaria. Es mucho lo que perdería la humanidad, toda una cosmovisión..

¿Qué es Sophimanía?

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