Video de P. Herreros
Es fácil observar en cualquier situación cotidiana que la especie humana posee una fuerte tendencia a ayudar a otros. En un principio, el propio Darwin tenía problemas para explicar ciertas conductas de cooperación y altruismo presentes en la mayoría de los organismos, y aunque suponían una seria amenaza a sus ideas, intuía que habían jugado un papel clave en la evolución.
Por entonces no se había descubierto el ADN y comportamientos como los que muestran los insectos sociales, con sacrificios de unos por otros, eran contradictorios a las ideas de la selección natural. Cuando en los años sesenta se hacen posibles las primeras pruebas genéticas, surgen teorías que explican estos fenómenos, ya que se constata, que en una colmena o termitero, todos son parientes, pues comparten la misma madre. A este conjunto de ideas se le denomina teoría del parentesco y fue desarrollada por el biólogo William Hamilton en los años sesenta del siglo pasado.
Pero el debate continuó, ya que seguían sin explicación fenómenos como el de porqué se ayuda a otros individuos con los que no se está emparentado, como ocurre con unos vampiros de Suramérica, que comparten la sangre extraída de sus presas si un compañero no ha tenido éxito esa noche.
La solución a este problema vino de Robert Trivers en 1971, cuando desarrolla la teoría del altruismo recíproco, que explica cómo en un entorno de altruistas, todos se pueden ver favorecidos por un altruismo generalizado si la mayoría de los miembros del grupo lo practica. Pero esta teoría sigue sin explicar el porqué ayudamos a desconocidos o la motivación para arriesgarnos por personas que jamás veremos en nuestras vidas y de quienes existen pocas probabilidades de que nos devuelva el favor.
En una serie de experimentos llevados a cabo por Felix Warneken y Michael Tomasello, se presentaba a niños menores de dieciocho meses una situación en la que un adulto desconocido necesitaba ayuda en diferentes situaciones: colocar mal unos libros, abrir un armario cuando lleva las manos ocupadas, coger una cuchara de un lugar desconocido y dar unas pinzas de la ropa que se caen y están fuera de alcance. Se hicieron las cuatro pruebas a 22 niños y 20 ayudaron en al menos una de las situaciones de manera inmediata.
El tiempo de respuesta medio fue de cinco segundos aproximadamente. Estas pruebas se realizaron posteriormente con chimpancés y los resultados fueron también positivos; éstos ayudaban de una manera altruista, lo que sugiere que nuestro ancestro común es posible que ya poseyera esta característica social.
Las conclusiones de estos experimentos son asombrosos, ya que demuestran que junto a pequeños impulsos egoístas, los niños humanos son también altruistas de una manera innata e indiscriminada. Pero si nacemos altruistas… ¿por qué vemos crueldades todos los meses?
En experimentos similares posteriores, se quería saber si los niños escogerían con quién cooperar. Esta vez era posible escoger a quién ayudar y a quién no. Los resultados mostraron que es alrededor de los tres años de edad, cuando se desarrolla en los niños la capacidad de ser selectivo y decidir si favorecer a alguien o no. Pero aún más interesante es el hecho de que premiaban a los que habían sido generosos con terceros.
De esta manera, pronto aprenden a escoger qué personas es conveniente ayudar en función de las experiencia personal y de la observación de las interacciones de otros. Por esta razón, los contextos, la socialización, la cultura y otros factores a los que todos estamos expuestos acaban por influir de manera determinante en cómo se desarrollan estas tendencias altruistas iniciales. Esta flexibilidad es eficaz, ya que de no ser así, sería muy peligroso para los seres humanos, por ejemplo, ser altruista en un entorno en el que todos son egoístas. En esta situación, la mejor estrategia, obviamente, es ser egoísta también.
¿Por qué sabemos que son tendencias innatas? Tomasello argumenta esta posición con cinco puntos. Primero, los niños del estudio estaban justo en edad pre-lingüística, en la que no han sido socializados formalmente y no se les ha entrenado en estas actitudes todavía. Segundo, estos fenómenos también ocurren en nuestros parientes más cercanos, los chimpancés.
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Tercero, cuando se recompensa a los niños por ayudar, no lo hacen más ni se refuerza su conducta. Cuarto, otros estudios subrayan la “preocupación empática” como el mecanismo que media para ayudar en los niños, pues cuando ven a alguien que ha sido víctima de un agresor, éstos miran intensamente con cara de preocupación. Quinto, en culturas en las que los padres intervienen menos, la frecuencia de aparición de conductas de ayuda es la misma.
Tradicionalmente, filósofos y científicos han pensado que el hombre nacía malo, sin contenido moral o bueno. Entre otras, la pregunta que subyace a este debate es si los comportamientos de ayuda y altruismo son innatos en los humanos o si por el contrario están condicionados de manera absoluta por la cultura.
La respuesta, como suele ocurrir, es sí a ambas. Gracias a estas investigaciones, sabemos que los comportamientos de ayuda que aparecen de manera temprana no son producto de la cultura ni de la socialización de los padres, sino tendencias con las que todo ser humano cuenta al nacer, que más adelante son moldeadas por el entorno y por el historial de intercambios. Este enfoque es revolucionario, pues ya no se trata de inculcar normas y valores en los niños como se nos ha transmitido hasta ahora, sino de alimentar los que ya existen en todos nosotros de nacimiento, favoreciendo su aparición con entornos en los que ser cooperativo sea ventajoso para él y para todos.
Informe de Pablo Herreros para Somos primates.
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